A veces me pregunto si todavía hacemos fotografías o si simplemente dejamos que el mundo se multiplique en pantallas.
Vivimos rodeados de imágenes que aparecen y desaparecen antes de ser miradas. La fotografía, que alguna vez intentó detener el tiempo, hoy parece correr detrás de él.
Y sin embargo, algo en mí se resiste a creer que haya perdido sentido.
La irrupción de la inteligencia artificial cambió todo.
Ya no se trata solo de mirar a través de una cámara, sino de imaginar con ella —o incluso sin ella.
Las imágenes ya no pertenecen únicamente al mundo real: también nacen del error, del recuerdo, del algoritmo.
Y en ese cruce entre lo humano y lo artificial, lo cierto y lo inventado, se abre un nuevo territorio: la imagen como pensamiento.
No creo que la IA reemplace al fotógrafo. Más bien lo obliga a repensarse.
En esta época, hacer algo distinto no significa buscar una estética nueva, sino dejar una huella que no dependa del impacto inmediato.
Las imágenes que perduran no son las más espectaculares, sino las que contienen una grieta, una duda, un eco.
Quizá la fotografía del futuro no sea una cámara ni un archivo, sino una actitud frente al mundo:
la de quien todavía intenta mirar con atención.
Porque mirar —de verdad mirar— se ha vuelto un acto de resistencia.
Y en ese gesto, aún late el corazón mismo de la fotografía.
