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El arte no necesita permiso para pensar




En el mundo del arte, existen formas muy refinadas de menosprecio.
No siempre son ataques directos: a veces se disfrazan de consejo.
Frases como “te falta culturizarte” o “deberías leer más” funcionan como pequeños gestos de poder, diseñados para ubicar al otro en un escalón inferior.

Pierre Bourdieu lo explicó hace décadas: la cultura puede ser un arma de distinción, una forma de marcar quién pertenece y quién no.
El conocimiento deja de ser un espacio de encuentro para volverse una frontera simbólica.
En lugar de abrir la conversación, se usa para cerrarla.

Lo irónico es que, en muchos casos, esos mismos “guardianes del saber” producen obras frágiles, sostenidas más en discurso que en mirada.
Son los que leen para legitimar lo que hacen, no para expandir lo que piensan.

Susan Sontag advertía que “la interpretación se ha convertido en la venganza del intelecto sobre el arte”.
Y tenía razón: cuando el análisis suplanta a la sensibilidad, el pensamiento se vuelve un disfraz.
Leer, estudiar, pensar, son actos fundamentales; pero leer no garantiza ver.
Y hay imágenes que piensan más que muchos tratados.

Decirle a alguien que “le falta cultura” es, muchas veces, una forma elegante de decir “tu forma de ver el mundo me incomoda”.
Porque la cultura real —la que importa— no consiste en acumular referencias, sino en saber mirar, conectar y crear sentido propio.
La verdadera inteligencia artística no se mide en citas, sino en riesgo.

Quizá el problema no sea la falta de lectura, sino subestimar al otro.